30 enero 2005
Gestión de frustraciones
La frustración es el estado psicológico derivado de la imposibilidad interior o exterior de alcanzar los medios de satisfacer una necesidad. En estas situaciones se produce en nuestro interior una fractura de los planos de valoración afectiva y personal (autoestima), que degenera en una tensión creciente, y nos lleva a perder el control de nuestras reacciones y a sufrir intensamente.
La frustración es algo común e inevitable, consecuencia de nuestra interacción con lo que nos rodea, de nuestra actividad e iniciativa. No debe sorprendernos pues que, a menudo, no logremos nuestros objetivos; que no podamos o no alcancemos a satisfacer nuestras necesidades, especialmente cuando nuestras expectativas superan a nuestros recursos, o la satisfacción de las mismas depende de otros. No podemos vivir sin las frustraciones, pero es posible aprender a afrontarlas, relativizar sus consecuencias y desarrollar estrategias para reducir su número y hacer que nuestras crisis emocionales no nos hagan perder los papeles.
Hay épocas de la vida en que las crisis derivadas de nuestra inestabilidad emocional provocan en nosotros constantes cambios de humor, estallidos de ira, y relaciones conflictivas con los que nos rodean. De acuerdo con la edad y situación, las consecuencias de nuestra irritabilidad pueden ir desde hacernos un tanto repelentes a ocasionarnos conflictos que alteran profundamente nuestras relaciones sociales y afecta a nuestra vida. No son equiparables las insolencias de un adolescente con las desavenencias familiares o las crisis matrimoniales, aunque bajo todas ellas abunden lagunas de frustración.
No pretendemos entrar en detalles pero sí apuntar que la reflexión y un adecuado desarrollo de habilidades para clarificar y gestionar los estados de abatimiento que acompañan a las frustraciones nos pueden ahorrar muchos sufrimientos y aliviar no pocas situaciones conflictivas.
Ante toda situación frustrante hay que proceder con clama y serenidad. Si fuera posible contar hasta cien antes de dar el primer paso, mejor que si sólo contamos hasta cincuenta; y si pudiésemos evadirnos temporalmente del caso y dejar pasar una noche antes de abordar su resolución, descubriríamos aspectos y dimensiones que alterarían notablemente nuestra valoración de los hechos. Seamos conscientes de que retrasar el momento de afrontar el problema raramente agrava la situación; por el contrario un proceder apresurado es el mejor camino para llevarnos a actuaciones de las que casi con toda seguridad tendremos que arrepentirnos. Es esencial llegar a asumir que nunca debemos obrar sin considerar todos los aspectos de la situación; que nunca debemos decidir si nuestro estado nos impide hacerlo sin prisas, sin la seguridad de ánimo suficiente para poder elegir una opción o la contraria como consecuencia de nuestros razonamientos.
Entiendo que resulta chocante que se pretenda decirle a alguien que ve arder su casa, que se tranquilice y considere con calma qué es lo más adecuado para afrontar el problema — y es que la persona que está bajo el síndrome de la frustración tiene unas vivencias que podríamos comparar con las que tendría quien viese quemar su casa o destrozar su coche—, pero lo contrario, puede empujarlo directamente a meterse en el fuego y a perecer en el incidente. Sin embargo, parece bastante evidente que lo que se hace sin pensar no lleva a buen puerto, y que en situaciones complicadas es donde hay que considerar más pormenorizadamente los pasos por dar.
Si previamente hemos interiorizado que lanzárnos precipitadamente a la mar, es altamente probable que no salvaremos a un náufrago, que perezcamos con él, la primera reacción no nos empujará automáticamente, sino que nos dará la ocasión de reflexionar durante unos segundos, los suficientes para poner un poco en regla nuestros pensamientos y valorar los principales aspectos de la situación. Así, puede que consideremos todos los medios a nuestro alcance para auxiliarle, seguramente trataremos de avisar a otros para que busquen refuerzos o acudan a los cuerpos de salvamento, analizaremos las estrategias de socorro, la forma de aproximarnos al náufrago y el modo de traerlo a la orilla. Y nuestro esfuerzo tendrá muchísimas más probabilidades de conducirnos al éxito y a salvar la vida de nuestro semejante, porque afrontaremos la situación de forma realista , con conocimiento de los recursos de que disponemos, conscientes del peligro que implica el salvamento, y con un plan de acción en el que están presentes las incidencias posibles y la mejor forma de afrontarlas.
Este ejemplo puede servir para iluminarnos cómo en la resolución de nuestros problemas relacionales y afectivos no podemos dejarnos llevar por el impulso primario, por las exigencias de nuestros prejuicios y resentimientos, por los imperativos del orgullo, del honor o la perentoria necesidad de imponer nuestro criterio.
Cuando entramos en el torbellino de pasiones, orgullo, prejuicios y poder, sólo podemos lograr una salida marcadamente negativa: o pisamos a otros, los herimos y afirmamos con insensato egoísmo nuestra soberbia prepotencia, o nos estrellamos contra el muro de las razones y derechos de los demás y terminamos por el suelo en despojos. Ni una ni otra salida son positivas para nada: el derrotado se siente humillado, lleno de resentimiento y alejado de los que más necesita; el triunfador se sabe distanciado, depreciado en la consideración del otro y con crecientes dificultades de comunicación; que esa pobre victoria le ha costado la confianza, el aprecio y el clima de relación que antes les unía. Las confrontaciones personales son batallas en la que todos resultan perdedores.
Seamos conscientes de la incidencia de las frustraciones y tengamos presente la necesidad de mantener pautas de relación que preserven lo más valioso de nuestra convivencia. Nunca hay razones que puedan compensar la pérdida de la confianza, del respeto y del cariño de nuestros semejantes.
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