28 septiembre 2005

Derivas

No hace falta que lo recojan las encuestas, no es precisa la denuncia de médicos, educadores, o responsables; basta con salir a la calle a cualquier hora del día para observar grupos de adolescentes en cualquier esquina, agrupados compartiendo lo que genéricamente se denomina “porro”.

La sociedad en general y los sectores más jóvenes de forma evidente se han tomado las normas y las costumbres como algo superfluo y con una frivolidad pasmosa han aceptado como anticuado, atávicamente unido al pasado todo lo que está establecido, lo que restringe el ejercicio de la real gana y condiciona las quiméricas ocurrencias. Pudiera resumirse este clima en la frase: Si está desaconsejado conviene; si está prohibido es bueno.
Sería un buen ejercicio psicoanalístico clarificar los mecanismos que desencadenaron estos despropósitos y a ello animo a quien tenga la formación y el tiempo necesario para profundizar en el tema; para nosotros baste con señalar que la obsesión de ir contra lo razonable y transgredir continuamente las normas son síntoma de preocupantes desajustes.
Baste con que esté acreditado el daño que el tabaco representa para la salud, para que un amplio sector de la población se aplique a dejar buena parte de sus ahorros en los estancos, al tiempo que comprometen seriamente su salud. Abunda con que estén prohibidas las sustancias estupefacientes para que se haga cuestión de honor el consumirlas. Individualmente, en pareja, en grupo... parece que no hay posibilidad de estar juntos si no está presente la aglutinadora fuerza gravitatoria del alcohol, del tabaco o de la droga. Se diría que nuestros herederos tienen tal falta de destrezas para aprovechar la vida que buscan compulsivamente la forma de destruirla.

Resultaría preocupante comprobar a qué años empiezan los niños a beber alcohol de alta graduación, a qué edad comienzan a fumar, en que momento se inician en el consumo de la droga y se meten en otros despropósitos ... si no fuese directamente desesperante. O tomamos el toro por los cuernos, buscamos las causas de tanto desvarío y nos ponemos a trabajar con ahínco en desempolvar esos principios que con la experiencia acumulada en el paso de los siglos y con la prueba de su inmutabilidad a lo largo de la historia nos han dejado ser cada vez más autónomos y dueños de nuestro destino, o la partida está perdida.
Aislémonos del ruido que nos asfixia, pensemos en desactivar esta amenaza que gravemente nos acosa; tengamos coraje para reconocer nuestros desestimientos y aplicar los ajustes necesarios sin hacer caso de comentarios y sin temor, que cuando la vida de una sociedad corre peligro, no es sensato discutir las incomodidades del remedio.

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